En el verano del año 1.816, conocido como “el año sin Verano”, los países del Hemisferio Norte se vieron afectados por condiciones climáticas extremas. Las temperaturas medias globales disminuyeron entre 0,4-0,7°C, lo suficiente para causar problemas agrícolas importantes en todo el Mundo. Heladas en pleno verano, exceso de lluvias y temperaturas que se mantuvieron por debajo de lo normal, quedaron inscritas en las crónicas de la época. Además, el continente europeo se encontraba destrozado por las guerras napoleónicas, que habían finalizado en 1.815, con la batalla de Waterloo y el exilio de Napoleón a la isla de Santa Elena.
El estudio de los anillos de los troncos de los robles europeos revela que 1.816 fue el segundo año más frío en el Hemisferio Norte desde el año 1.400 d. C.
Nota: el primero más frío, se produjo el año de 1.600, tras la erupción del estrato-volcán Huaynaputina, situado en la cordillera de los Andes, al Sur del Perú. Fue la mayor explosión volcánica registrada en la historia de América del Sur. Felipe Guamán Poma de Ayala (1.534-1.615), cronista e historiador peruano, dijo al respecto en su “Nueva Crónica y Buen Suceso” (1.615): “LA CIVDAD DE ARIQVIPA: Le fue castigado por Dios cómo rreuentó el bolcán y sallió fuego y se asomó los malos espíritus y salió una llamarada y humo de senisa y arena y cubrió toda la ciudad y su comarca adonde se murieron mucha gente y se perdió todas las uiñas y agiales y sementeras. Escurició treynta días y treynta noches. Y ubo procición y penetencia y salió la Uirgen María todo cubierto de luto y ancí estancó y fue seruido Dios y su madre la Uirgen María. Aplacó y pareció el sol pero se perdió todas las haziendas de los ualles de Maxi. Con la senisa y pistelencial de ella se murieron bestias y ganados”.
Durante el verano anterior, el del año 1.815, en el cielo se observaba una “extraña neblina rojiza, que a duras penas se disipaba”, fruto de la concentración de aerosoles en la estratosfera que provocaban que los amaneceres y los ocasos se tiñeran de un color rojo anaranjado, más intenso de lo habitual. Nada hacía sospechar que, tras esta belleza natural, se escondía un futuro inmediato más crudo y extremo.
En el invierno de 1.815-16, las nevadas alcanzaron el Sur de Italia y en toda Europa los copos tenían tonos amarillentos, marrones y rojizos. Los efectos comenzaron a ser más evidentes a mediados de la primavera y alcanzaron su punto álgido en verano y principios de otoño. Desde el punto de vista meteorológico la consecuencia más importante fue el cambio del patrón de circulación atmosférica: las borrascas y las masas de aire frío asociado se desplazaron más al Sur de lo que suele ser habitual en verano.
Como los rayos de sol llegaban sin fuerza, grandes extensiones de tierras de labranza seguían aún congeladas cuando llegó la época de la siembra. El hielo y la nieve se prolongaron hasta bien entrado el mes de Junio en el hemisferio norte.
Los campesinos contemplaban el espectáculo con los brazos cruzados, a sabiendas de que nada bueno podía llegar de algo así.
El 10 de junio de 1.816, la Luna protagonizó uno de los eclipses más oscuros de la historia, desapareciendo prácticamente a la vista de los astrónomos en los momentos de la totalidad, cuando en teoría, debía haber lucido el típìco color rojizo que ya se conocía en la época, gracias a la observación de otros eclipses anteriores en condiciones atmosféricas normales.
Males presagios... para lo que ocurriría en las semanas siguientes: el verano más frío que se había conocido.
En aquella época la mayoría de la población de Europa (y la del resto del mundo) dependía de la agricultura de subsistencia, de manera que, cuando las cosechas eran escasas, se recurría a las pocas reservas que se habían podido acumular en los años anteriores.
En 1.816 las reservas eran casi inexistentes, porque se habían consumido en las guerras napoleónicas, que acababan de finalizar meses atrás. No es de extrañar que la consecuencia más inmediata fuese la tremenda escasez y hambruna que se instaló en la mayor parte del continente europeo.
En España se retrasaron las cosechas de cereales (del trigo, sobre todo) y algunas no maduraron por completo. La vendimia fue escasa y el vino de mala calidad. Parte de las frutas también resultaron inservibles.
Con la entrada del otoño las cosas empeoraron porque no había nada que recoger. La falta de calor, que había arruinado los cultivos de cereales, impidió que madurasen viñas y frutales. La hambruna se generalizó de tal forma que los caminos se llenaron de partidas de campesinos hambrientos en busca de algo que echarse al estómago.
Los peores presagios se cumplieron y los precios de los alimentos no tardaron en duplicarse y triplicarse.
Miles de personas murieron de hambre y tifus y cientos de miles quedaron sin hogar. La mortalidad en 1.817 fue un 50% más elevada que en los peores momentos de 1.815.
No faltaron quienes interpretaron esos acontecimientos como señales de un inminente fin del mundo... por haber sido apartados de la protección de Dios. Creyentes o no, entre la población se instaló un pesimismo generalizado y una falta de esperanza ante los años venideros.
Este “largo y anormal” invierno fue el resultado de tres factores naturales que coincidieron en el tiempo y en el espacio.
El final de la Pequeña Edad de Hielo.
Una histórica caída de la actividad solar, conocida como “Mínimo de Dalton”.
La erupción del volcán Tambora.
Ahora, vamos a ampliar la información y puntualizar los tres factores naturales que propiciaron ese “desastre natural”.
1.- La Pequeña Edad de Hielo comenzó repentinamente entre los años 1.275 y 1.300 d.C. tras sucederse cuatro erupciones volcánicas masivas en el trópico, unos episodios que duraron unos cincuenta años. La persistencia de veranos fríos tras las erupciones se explica por la posterior expansión del hielo marino y un debilitamiento de las corrientes del Atlántico relacionadas, según las simulaciones computacionales realizadas para el estudio, que también analizó patrones de vegetación muerta y datos tomados del hielo y sedimentos.
Desde el final de la Edad Media hasta casi acabado el siglo XIX, la Tierra pasó por un largo período de enfriamiento que los científicos denominan “Pequeña Edad de Hielo”, una época en la que pueblos alpinos quedaron arrasados por el avance imparable de los glaciares y los ciudadanos londinenses, aunque parezca increíble, podían patinar sobre el Támesis y los holandeses, en los canales de los Países Bajos. La congelación de los ríos en invierno llegó a ser algo tan “normal”... que incluso se pusieron de moda las “Frost Fairs”, ferias celebradas sobre el río helado. La última “Frost Fair” sobre el Támesis tuvo lugar en 1.814, y en ella se hizo que un elefante cruzara el río... así que la capa de hielo no era precisamente delgada.
Los hechos son que las temperaturas bajaron en todo el planeta, pero especialmente en la zona del Atlántico Norte, desde el siglo XIV hasta fecha tan reciente como mediados del siglo XIX, aunque hubo un periodo de máximo entre 1.560 y 1.660.
Cien años de malas cosechas, hambrunas, guerras y epidemias. Y la influencia de este clima llegó incluso al sur de Europa. En España el Ebro se congeló siete veces entre los siglos XVI y XVIII (incluso en su desembocadura)..
Fue causada por la disminución de la radiación solar de verano, por volcanes en erupción que enfriaron el planeta al emitir sulfatos y otras partículas en aerosol que reflejaban la luz solar hacia el espacio, o por una combinación de las dos cosas.
“Las erupciones podrían haber provocado una reacción en cadena, afectando al hielo y a las corrientes oceánicas de una manera que disminuyó las temperaturas durante siglos”. (Bette Otto-Bliesner, científico del Centro Nacional para la Investigación Atmosférica (NCAR).
Aunque el frío era el protagonista no siempre fue perpetuo y también alternaba con algunos años calurosos y secos. Así por ejemplo, sólo ocho años antes de 1816 las tropas napoleónicas sufrieron la falta de agua y un calor extremo en los días de julio previos a la batalla de Bailén, mermando su capacidad de combate.
2.- “El Mínimo de Dalton”. Fue un período de baja actividad solar que duró aproximadamente desde 1.790 a 1.830. Toma su nombre del naturalista, químico, matemático y meteorólogo británico John Dalton (1.766-1.844).
“El Mínimo de Dalton” coincidió con un período de temperatura global por debajo del promedio. Durante el período hubo una variación de temperatura de aproximadamente 1°C.
El baricentro del sistema solar podría ser el causante de la gran variabilidad de la actividad del Sol.
El baricentro del sistema solar es un punto en el espacio en donde las masas del Sol y los planetas están en equilibrio; donde las fuerzas gravitatorias de todos los cuerpos del sistema solar se neutralizan.
Es el Sol el que orbita alrededor del Baricentro del Sistema Solar. Por eso al desplazarse el Sol afecta su dinámica y genera cambios en el ciclo de las manchas solares.
Nuestro Sol se desplaza por la Vía Láctea, y desde su nacimiento se considera que puede haber dado 20 vueltas a ésta (dada su velocidad de desplazamiento y la distancia recorrida en cada órbita galáctica), pero el Sol no conforma realmente el centro cósmico en torno al que orbitan los planetas del Sistema Solar.
En el caso del sistema Tierra-Sol, el Baricentro estaría en un punto imaginario situado en el interior del mismo Sol, y muy cercano a su centro, a solo unos 450 km de este.
Astrofísicamente, no es que los planetas de nuestro Sistema Solar orbiten en torno al Sol, sino que el Sol y los planetas orbitan en torno a su respectivo Baricentro o centro de masas.
Esta órbita del Sol en torno a su respectivo Baricentro hace que este astro realice un característico movimiento de bamboleo.
3.- La erupción del volcán Tambora. Indonesia es el país con mayor número de islas, unas 13 500. Una de ellas es la de Sumbawa, situada al Este de Java, tiene una extensión de 14.793 kilómetros cuadrados (superficie similar a la provincia de Albacete); mide de Oeste a Este 280 kilómetros. Está atravesada longitudinalmente por una cordillera con varios volcanes. El más oriental, el Tambora, forma la península de Sanggar. El Tambora alcanza una altura de 2.850 metros, con un cráter de unos 6 kilómetros de diámetro y 1.500 metros de profundidad.
Isla de riqueza extraordinaria, Sumbawa produce arroz, algodón, maderas preciosas, tabaco, azufre, petróleo, asfalto... y está muy promocionada turísticamente. Sus habitantes son en su mayoría musulmanes.
La isla está flanqueada al Norte y al Sur por la corteza oceánica, y el Tambora se formó por una zona de subducción activa debajo de la isla. Este proceso elevó el Tambora hasta 4.300 msnm, convirtiéndolo en uno de los picos más altos del archipiélago indonesio del siglo XVIII.
En 1.812, el Tambora entró en un período de gran actividad volcánica culminando en el catastrófico episodio explosivo de Abril de 1.815.
En la noche del 5 de Abril de 1.815, de acuerdo a relatos de la época, el Tambora comenzó a emitir rumores y pequeñas emisiones piroclásticas; después, las llamas se dispararon desde su cima y la tierra retumbó durante horas.
Luego, el volcán se quedó en silencio y cinco días más tarde, tuvo lugar una gran erupción y el pico estalló en un rugido ensordecedor, de fuego, rocas y cenizas en ebullición, que pudo escucharse, incluso en las Islas Molucas, a 1.400 de kilómetros de distancia.
Ríos de roca fundida corrieron por las laderas: destruyendo toda la vegetación de la isla y las aldeas que la poblaban. Árboles arrancados, mezclados con cenizas de piedra pómez, fueron arrastrados hacia el mar y formaron balsas de hasta 5 km de diámetro.
En la ciudad de Yogyakarta (isla de Java), a más de 700 kilómetros de la isla de Sumbawa, el gobernador Sir Thomas Stamford Raffles, al escuchar el sonido ensordecedor del estruendo de las explosiones, pensó que se trataba de un ataque de tropas franco-holandesas y envió barcos de guerra en auxilio a los navíos y ciudades en apuros.
La erupción continuó hasta la mañana del 6 de Abril y se fue apagando poco a poco... pero en realidad... era sólo el comienzo de lo que habría de venir.
La lava del volcán era lo suficientemente fría y espesa para solidificarse justo al salir y taponó la salida aumentando la presión en su interior. Cuando la caldera no pudo aguantar el exceso de presión, se colapsó y estalló de forma violenta.
Esto ocurrió el 10 de Abril a las 7 de la mañana. La explosión reventó parte de la montaña y pudo oírse a 2.500 kilómetros de distancia. Fue tal su violencia, que en Surakarta (en el este de la isla de Java) algunas casas se tambalearon. Una hora más tarde comenzó a caer piedra pómez de hasta 20 cm de diámetro y a las 9 le siguió una lluvia de ceniza. Poco después, las tres columnas de fuego que habían surgido del volcán, se fusionaron en una sola y provocaron un flujo piroclástico que descendió desde la montaña y arrasó toda la península acabando por sorpresa con las 12.000 almas que por aquellos entonces la habitaban y que no tuvieron oportunidad alguna para huir.
El súbito e ingente volumen de lava que irrumpió en el mar, provocó un gigantesco tsunami: una ola de 2 metros de altura, arrasó el litoral de numerosas islas.
La columna de ceniza superó los 43 kilómetros de altura y ocultó el sol durante dos días en 600 kilómetros a la redonda.
Se estima que la erupción liberó 160 km3 de material, aproximadamente unos 140.000 millones de toneladas. Para que nos hagamos una idea, si todo cayera sobre la ciudad de Nueva York quedaría sepultada bajo 1.300 metros de ceniza.
Para poder estimar mejor la inmensidad del desastre natural, sólo 24 horas después de la erupción, la nube de ceniza ya cubría un área similar a la de Europa.
Las partículas de ceniza más gruesas estuvieron cayendo entre 1 y 2 semanas después de la erupción, pero las partículas de cenizas más finas se quedaron en el ambiente a una altitud de 10–30 km desde meses hasta años.
La erupción finalizó el 15 de Abril. De los 12.000 habitantes de la isla de Sumbawa, solamente 26 sobrevivieron. En las islas próximas se estima que, sólo en los primeros días, en los que la oscuridad fue total, por efecto directo de la erupción y los fenómenos a ella asociados (terremotos, tsunamis…), el número de muertos pudo acercarse a los 90.000.
Para los que sobrevivieron a la devastación inicial, no hubo refugio. Las cenizas caídas se extendieron sobre una superficie mayor que la de España, contaminaron los suministros de agua y el aire (cargado por la misma ceniza) era asfixiante. El hambre y las enfermedades se extendieron rápidamente por toda la región y el número siquiera aproximado de muertos nunca ha podido saberse.
Pequeñas columnas de humo siguieron observándose hasta septiembre y en octubre aún seguían flotando grandes balsas de piedra pómez que incluso llegaron a alcanzar las costas de Calcuta (a 3.600 kilómetros).
La erupción inyectó en la estratosfera entre 60 y 80 millones de toneladas de anhídrido sulfúrico (SO2) y hoy sabemos (fundamentalmente a partir de las observaciones de la erupción en 1.991 del Pinatubo en Filipinas) que este SO2, difuso alrededor de los trópicos, se extiende hasta circunvalar toda la tierra y se oxida para formar ácido sulfúrico (SO4H2), que se condensa en gotitas (aerosol sulfúrico), que se mantienen en la estratosfera durante desde uno a varios años. Estos aerosoles atenúan la luz solar y son la causa fundamental de los cambios climáticos.
"Cuando la erupción alcanza grandes magnitudes se forma una enorme columna que inyecta directamente las cenizas en la estratosfera", observa el escritor, periodista y estudioso de la meteorología, Vicente Aupí Royo. "Dado que en la estratosfera no se producen fenómenos como la lluvia y el viento, capaces de dispersar con rapidez las cenizas como ocurre en las capas más bajas de la atmósfera, se quedan allí estables durante meses y forman un velo que retiene las radiaciones solares y frena el calentamiento de la corteza terrestre".
Los investigadores han podido comprobar que la gigantesca nube de partículas repartidas por todo el mundo bloqueó la luz solar y produjo tres años de enfriamiento planetario.
La erupción del Tambora es la mayor registrada en la historia reciente de la humanidad y alcanza el valor 7 en una escala de 8.
La ciencia meteorológica de aquel momento no relacionó el continuo velo de polvo atmosférico, ni los deslumbrantes crepúsculos, con la erupción del volcán Tambora, cuya existencia probablemente desconocía.
Las continuas olas de frío veraniegas de 1.816 se atribuían a nuevas manchas solares y a la invasión en el Atlántico Norte de una gran cantidad de gigantescas masas de hielo polar.
Otra hipótesis mantenía que la generalización de pararrayos había modificado la dinámica de las corrientes eléctricas en la atmósfera.
Pero nadie supuso que la considerable cantidad de partículas volcánicas introducidas en la estratosfera por la erupción del Tambora, pudiera haber alcanzado el occidente europeo tres meses después, ni que se desplazara alrededor del globo, dando a la luz solar el tinte ceniciento que estuvo produciendo durante tantos meses aquellos crepúsculos tan fantásticamente coloreados.
Además de los efectos directos descritos, se produjeron otros efectos colaterales:
Los historiadores saben que la lluvia y el fango ayudaron al ejército aliado, formado por ingleses, prusianos, holandeses, belgas y alemanes, a derrotar Napoleón en la Batalla de Waterloo el 18 de Junio de 1.815. Ahora, el doctor Matthew Genge, del Imperial College de Londres, asegura que las condiciones climatológicas que influyeron en este episodio histórico fueron consecuencia de la erupción del volcán Tambora en Indonesia, dos meses antes.
Uno de los países más castigados fue Suiza. Entre Abril y Septiembre se registraron 130 días de lluvia provocando la subida de nivel del lago Lemán e inundando la ciudad de Ginebra mientras que en las montañas la nieve se resistía a fundirse.
Sus viajeros turísticos y veraneantes tuvieron que recluirse muchas jornadas en sus alojamientos, al calor de las chimeneas, para protegerse de los intermitentes temporales de agua y nieve.
Lord Byron (George Gordon Byron, 1.788-1.824), acompañado de su médico y secretario personal, John William Polidori (1.795-1.821) había llegado desde Inglaterra, huyendo de la bancarrota y de un matrimonio fracasado. La sociedad londinense le había repudiado abiertamente y decidió expatriarse, dirigiéndose a Suiza, donde alquiló un palacete a orillas del lago Lemán, la Villa Diodati.
Era el mes de Junio de 1.816. Percy Bysshe Shelley (1.792-1.822), expulsado de Oxford, había sido desheredado por su padre y el poeta, enamorado de Mary Wollstonecraft Godwin (1.797-1.851), abandonó a su esposa e hijos y se escapó a Suiza con ella. Allí visitaron a Byron. La lluvia y tormentas les obligaron a quedarse en Villa Diodati durante varios días.
Este palacete, porticado y rodeado de viñedos, en el que John Milton ya se había alojado dos siglos antes, era considerado por la amante de Shelley un lugar culturalmente sagrado.
Durante tres días, que fueron como una larga y tenebrosa noche, no pudieron abandonar la villa. En este ambiente cargado de misterio y nerviosismo, entre relámpagos y terribles ráfagas de viento, y para que el tiempo pasara más rápido, se retaron a inventar las historias más aterradoras que pudieran imaginar. Así fue como en el seno de Villa Diodati, durante el verano de 1.816, surgió la “chispa” que alumbraría mitos capitales de la historia de la literatura y de la novela gótica, como Frankenstein o el mismísimo Vampiro.
Mary Godwin, entonces compañera y futura esposa del poeta Shelley, era una jovencísima novelista de sólo diecinueve años. Concibió aquellos días el personaje literario más abominable creado jamás por una mujer: Frankenstein.
El doctor Polidori escribió la novela “El Vampiro”, cuyo protagonista, misterioso, frío y encantador para las mujeres era un despiadado retrato de Lord Byron.
Byron rememoró, como una auténtica pesadilla, aquellos días vividos en tierras helvéticas y compuso un poema de 82 versos, al que llamó “Darkness” (Oscuridad), que comienza así:
"Tuve un sueño, que no fue un sueño. / El sol se había extinguido y las estrellas / vagaban a oscuras en el espacio eterno. / Sin luz y sin rumbo, la helada tierra / oscilaba ciega y negra en el cielo sin luna. / Llegó el alba y se fue. / Y llegó de nuevo, sin traer el día. / Y el hombre olvidó sus pasiones / en el abismo de su desolación.(...)".
Entretanto, William Turner (1.775-1.851) el mejor paisajista inglés del Romanticismo, contemplaba sorprendido los fantásticos atardeceres que la luz del sol poniente producía al atravesar la continua calima gestada por las minúsculas partículas de cristales y aerosoles de sulfatos.
Imágenes surrealistas, como las de la luna verde esmeralda en contraste con el rojo ardiente de la puesta de sol, o un segundo ocaso, que aparecía cuando ya era noche, iban a enriquecer, hasta el fin de sus días, la paleta cromática en los celajes de este pintor universal.
Fue el pintor preferido del gran público, de la aristocracia y de la realeza inglesa. De él se dijo que tenía “la manía de pintar atmósferas”. Pero Turner no supo nunca que aquella insólita luz crepuscular, entre las desgarradas nubes, era debida a la erupción de un volcán llamado Tambora, en la desconocida isla de Sumbawa, al otro lado del mundo.
Hasta mucho tiempo después de su muerte no se ha podido afirmar que realmente Turner pintó el aspecto real que presentaba el cielo en Londres tiempo después de la explosión del Tambora.
Pero el impacto cultural de la erupción del Tambora no quedó ahí. El frío verano pasó y llegó un muy frío invierno. En la localidad austriaca de Oberndorf, el párroco de la Iglesia de San Nicolás, Josef Mohr (1.792-1.848), intentaba sin éxito hacer sonar el órgano. El frío lo había inutilizado. Era Diciembre de 1.816 y si el periodo estival había sido duro imagínense el invierno. Faltaba poco para Navidad y la única solución de reparar el instrumento pasaba por acudir a las montañas del Este de Salzburgo. Nadie quiso exponerse a semejante experiencia que le podría costar la vida. Mohr tuvo que improvisar y decidió escribir un villancico. Después lo llevó a su amigo músico Franz Xaver Gruber (1.787-1.863). Le propuso que el texto pudiera ser interpretado por un coro con el único acompañamiento de una guitarra. Y así se hizo. Aquel 24 de Diciembre se escuchó por primera vez la canción navideña más famosa del mundo, “Stille Nacht, Heilige Nacht” (“Noche de Paz, Noche de Amor”).
Cerca de allí, en Alemania, se inventó también ese año la “Laufmaschine” (máquina de correr ó máquina andante), conocida después como “zorra de la vía” o “draisiana”, que fue una precursora del velocípedo (actual bicicleta), para desplazarse sin necesidad de usar animales, ya que estos estaban sufriendo la carencia de alimentos provocada por la ruina de las cosechas. Se atribuye pues a la escasez de la cebada, lo que impulsó al inventor alemán Karl Christian Ludwig Drais von Sauerbronn (1.785-1.851) a buscar un medio de transporte que sustituyera al caballo, y así inventó la draisiana ó dresina, una especie de ancestro de la bicicleta, de dos ruedas y manillar aunque sin pedales.