"Villanueva Mesía, 28 Diciembre 2.022. "Día de los Inocentes". "Siempre es un grato placer, encontrarse con un alma gemela que, ha querido y sabido, compartir sus primeros recuerdos. Ese sentimiento se agranda al notar que, esos vitales recuerdos, son iguales, parecidos, semejantes a los propios. ¡Qué gran barrio es "MI ALBAYZÍN"!. Gracias, Antonio Monleón. Gracias, Ramón Carlos".
Ésta nota manuscrita y firmada por mi amigo, Luís Díaz González, ocupa la primera página de un estupendo libro que me ha prestado, para leerlo y disfrutarlo… se trata de"MI ALBAICÍN. El tiempo de los jaramagos", con texto de Antonio Monleón Anguita (Cuesta del Chapiz, Albayzín, Granada, 1.946), ilustrado por Ramón Carlos Válor y editado por Baker Street Ediciones (2.022), la Editorial de mi amiga, la escritora Ayes Tortosa (María de los Ángeles García Tortosa, Granada, 1.956).
Antes de prestarme su libro, mi amigo Luís, ha dejado constancia en su Blog, de lo mucho que le ha agradado su lectura. Para leer sus comentarios, pulsar aquí>>>
El próximo domingo, 16 de Abril de 2.023, día de clausura de las Jornadas de Senderismo Maleno, con la Ruta " PR-A 420 - SENDERO DE LOS MIRADORES Y ACANTILADOS DE TORRENUEVA COSTA", le devolveré su libro a Luís… Pero, antes, no me he podido resistir… en dejar constancia en el Adarve, de mi gratitud a los autores del libro, y transcribir un pequeño fragmento del mismo, titulado: "¡ÉCHALE UNA FIRMA AL BRASERO!":
"-¡Ésto era un rey que tenía tres hijas, las metió en tres botijas y las tapó con pez! ¿Queréis que os lo cuente otra vez?.
-¡Sí!.
Y mi madre, irónica y contenta en su papel de cuentacuentos, lo repetía.
-¡Ésto era un rey que tenía tres hijas, las metió en tres botijas y las tapó con pez! ¿Queréis que os lo cuente otra vez?.
Y no había manera de que terminara aquel cuento maravilloso que, nada más comenzar, te introducía en una misteriosa intriga.
-¡Éste niño puso un huevo, éste lo puso a asar, éste le echó la sal, éste lo probó, y éste gordito bribón, se lo comió!. ¡El carnicero no cortó por aquí, ni por aquí, ni por aquí, ¡Por aquí!, ¡Por aquí!. Y toda la habitación se llenaba de risas y protestas cuando te hacía cosquillas o parecía que se te iba a comer el dedo.
-¿Queréis que os cuente el cuento del gallo Pelao?.
-¡Síííí!.
-¡Que yo no digo ni que sí, ni que no!. ¡Digo que si queréis que os cuente el cuento del gallo Pelao!.
-¡Noooo!.
Nos contaba unos cuentos tan enrevesados que nos ponía los nervios de punta. Entrañables trabalenguas, adivinanzas, acertijos y retahílas, con los que nos entretenía, nos asustaba y nos exasperaba. Maravillosos juegos del lenguaje que según el escritor Juan Mata son una iniciación a la Literatura.
-¿Queréis que os cuente un cuento de sal y pimiento?.
-¡¡Nooooo...!!.
Mi abuela Amparo, que estaba en misa y en procesión, intervenía: ¡No marees más a los chiquillos!.
Estábamos sentados alrededor de la mesa camilla merendando y jugando al parchís, al amparo del brasero de cisco. Mi abuela se tomaba su café de cebada y sus galletas María. Nosotros pan con chocolate. Debía de hacer mucho frío en la calle porque los cristales del balcón estaban empañados. Del techo de la habitación, pendiente de un cable, colgaba una bombilla con varias cagaditas de mosca y cuatro filamentos que despedían una luz tan tenue que apenas se veía en la pared un almanaque de 1.957 con una fotografía de los Alpes nevados, prados verdes, algunas vacas y, colgando, la hoja del mes de Noviembre.
-¡Ricardo! ¡Échale una firma al brasero! -decía mi abuela a cada instante.
Después de la firma que decía mi abuela el brasero desprendía alegre y generoso su calor, y mi abuela, entusiasmada, nos proponía un juego.
-¡El perro de San Roque no tiene rabo, porque Ramón Ramírez se lo ha cortado!. ¡Al que lo repita rápido y bien le doy una peseta!.
No recuerdo que ninguno de nosotros ganará nunca la peseta, aunque sí recuerdo la suerte que tenía ella jugando a la oca. No caía nunca en la cárcel ni en el pozo, pero sí en el puente y en todas las ocas del recorrido.
¡De oca en oca y y tiro porque me toca! -y se saltaba alegremente las casillas de dos en dos y de tres en tres.
-¡La abuela está haciendo trampas! - protestaba mi hermano.
Y ella, para despistar, me daba seis reales y me decía:
-¡Baja a la tienda y te traes una tableta de chocolate Elgorriaga!.
Desde la cocina, Blanquita, mi gata, entró en el comedor relamiéndose con placer la boca con su lengüecita rosada. Se acababa de comer cien gramos de pitracos que le había comprado mi madre media hora antes en la carnicería de los Palometas.
-¡Miza! ¡Miza! -dijo mi abuela.
-¡Miuuu! ¡Miuuu! -respondió Blanquita mimosa mientras se encaramaba en sus rodillas y se arrebujaba en las enaguas de paño de la mesa camilla.
En el campanario del Salvador sonó el último toque del rosario y mi abuela se santiguó.
-¡Dios te salve reina y madre!.
-¡Miuuu! ¡Miuuu! -respondió Blanquita creyendo que hablaba con ella.
La gata y mi abuela se llevaban muy bien. Las dos tenían mucho carácter y siempre hacían lo que les daba la gana. Con el brasero no escarmentaban. De repente la gata soltaba un bufido y salía huyendo despavorida hacia la cocina con la cola ardiendo. A la media hora ya se le había olvidado el incidente y volvía al amparo del brasero para notar en directo el calor de las ascuas de cisco. Tampoco escarmentaba mi abuela, que metía las rodillas hasta el fondo y los pies encima de la rejilla, hasta que se le quemaban las zapatillas de paño y el aroma a quemado se esparcía por toda la casa.
-¡Niños! -decía mi madre. ¡Alguno ha metido los pies dentro del brasero!.
Había veces que, como la gata, mi abuela pegaba un respingo, y no salía corriendo porque su reuma se lo impedía. Se había arrimado tanto que se había chamuscado un dedo. Yo las comprendo. Las dos eran muy frioleras. Era lo que tenían en común, el frío. Por eso le decía a cada instante a mi hermano:
-¡Ricardo, échale una firma al brasero!.
Mi hermano no se hacía de rogar, y con una cara de satisfacción muy grande, saboreando el momento, se metía debajo de las enaguas de franela beige, quitaba la rejilla al brasero y le pegaba tal meneo con la paleta que, en la penumbra de la mesa camilla, las ascuas de cisco brillaban como rubíes. El calor te subía por las piernas y te echaba para atrás, aunque mi abuela y Blanquita no se enteraban.
En aquellos tiempos de escasez y de penurias la única fuente de calor de la mayoría de las casas del barrio eran los braseros. Los había de bolas, de cisco, de picón y de tierra, combustibles que se compraban al peso en las carbonerías. Los mejores, pero más caros, eran los de cisco y bolas, porque sus ascuas duraban más tiempo. Los de picón y tierra eran más ligeros, más baratos y se consumían antes. Un buen brasero tenía que estar bien cargado de alguna de estas cuatro materias para que calentara y no se consumiera hasta bien entrada la noche. Si se apagaba antes, no tenías más remedio que acostarte temprano.
Mi madre compraba el carbón y el cisco en la carbonería de Adela, que estaba en el portal más abajo de mi casa.
-¡Adela, ponme dos kilos de cisco bien espachaos!.
Encender un brasero era un arte. Mi madre lo encendía diariamente en la azotea, antes de la hora del almuerzo, con un trapito empapado en aceite -un torción- y unas tablillas de madera de las cajas de arenques que nos regalaba mi vecino Manuel el tendero y que partía yo con un hocino en la azotea. Bien cargado de cisco, sobre todo los domingos y días festivos, para que durara más horas, lo removía con unas tenazas y una paleta, y lo abanicaba con un soplaor de esparto. Una vez encendido y al rojo vivo lo abrigaba con una capa de ceniza, le ponía encima una rejilla y lo colocaba debajo de la mesa camilla, cubierta con unas enaguas de paño. En algunas casas utilizaban para encenderlo una cocorota, pero eso era cosa de ricos. Nosotros éramos más de paleta y soplaor de esparto.
Todos nos arremolinábamos sentados alrededor de la mesa tirando de las enaguas en una lucha sorda para taparnos las piernas, sobre todo mi abuela, que se había pasado la mañana pidiendo a gritos desde la habitación de abajo donde dormía que la ayudáramos a subir al comedor en cuanto el brasero estuviera encendido. Envuelta en su chal negro de lana que sujetaba en el cuello con sus manos deformadas, se pegaba a la mesa como una lapa, llorando y protestando cuando sin querer le pisábamos los pies, maltrechos también, como las manos, por el reuma. Y siempre con la misma cantinela.