"A veces los edificios albergan entre sus paredes, las vivencias ocurridas en su interior. Los muros de una casa quedan impregnados para siempre de los sucesos, sobre todo si son trágicos. Ocurre como con los sonidos, que vagan eternamente por el éter sin que desaparezcan jamás…
Por eso, si uno se acerca a Torres Bermejas, observará que aunque el día esté radiante, allí parece que el sol atenúa su intensidad. Y si es noche, la alta efigie de la construcción, se yergue cual mascarón de proa de esa nave ensoñada que sería la Alhambra.
A Torres Bermejas se accede por el frondoso bosque alhambreño, o por el lugar que llamaron Peña Partida.
Se trata de un palacete árabe construido sobre el declinar de la colina roja, que preside y corona el viejo barrio judío de la Medina. Vigilante perpetuo de La Almanzora, que a la siniestra conduce a la Puerta del Sol, Torres Bermejas posee alma propia que lo despoja del parentesco obligado con su entorno.
Vista del Castillo la Torre Bermejo y de la Iglesia Grande de Granada. (Desconocido)
Sus materiales externos muestran al que admira, no sólo el centenario paso del tiempo, cuya pátina erosiona hasta los más profundos poros de ladrillos y piedras, sino, la amargura de unos hechos jamás contados, a los que accedí no sin un contundente desgaste físico y hepático, pues Miguel, el viejo guardacoches del restaurante El Carmen de San Miguel , sólo bebe Machaco sea la hora que sea del día o de la noche.
El octogenario vigilante muestra con orgullo en su brazo, un no menos veterano tatuaje, en el que junto a un rostro de mujer se lee: "Por tí madre mía hasta la muerte". Ella murió cuando Miguel iba a cumplir los quince años, y sólo unas horas después de su entierro él se personó en el Banderín de Enganche, quedando convertido desde entonces en un novio más de la muerte, tal y como reza su himno, que entre trago y trago, Miguel entona sacando el pecho, metiendo la barbilla y dejando perder su mirada en el infinito.
Al finalizar la guerra española en 1.939, Miguel llevaba mal lo de ser legionario en tiempo de paz.
Su excesiva afición al alcohol lo llevó en más de una ocasión a la prevención arrestado.
Sus líos de faldas le proporcionaron numerosas ocasiones para la algarada y la reyerta, y quiso el destino que en la década de los cuarenta, en una de sus múltiples trifulcas hubiera superiores de por medio, lo que le acarreó dar con sus huesos en una celda de Torres Bermejas, que por entonces se utilizaba como prisión de la Novena Región Militar.
El reducido habitáculo chorreaba humedad. Una enrejada ventana superior, dejaba pasar la claridad exterior con dificultad. En uno de los ángulos, un camastro de madera con un colchón de paja, era todo el mobiliario del aposento, al que sin previa invitación, entraban toda clase de insectos, entre los que destacaban las llamadas por él "curianas", que no eran más que hermosísimas cucarachas de un negro brillante, como barnizadas, a las que se unían caída la noche, unas no menos lustrosas ratas, de repelente chillido, bigotes embadurnados de porquería y rabo frío alatigado.
Aquella noche, la lluvia caía con fuerza sobre el conjunto monumental. Cada relámpago iluminaba la celda de Miguel como si fuera de día, y sobre sus paredes aparecían momentáneamente dibujados los barrotes de su ventana, configurando en la estancia un improvisado tablero de ajedrez.
Sobre el colchón de paja, Miguel temblaba por más que se cubría, con aquella manta cuartelera, que como todas las del ejército, pesaba pero no calentaba.
Avanzada la madrugada, rendido por el cansancio, Miguel consiguió caer en brazos de Morfeo, a pesar de que la tormenta arreciaba.
Tan sólo unos minutos después, un trueno lo despertó con la contundencia del rayo que cae encima, pero Miguel aunque despierto no abrió los ojos, en la intención de volver a conciliar el sueño.
En ello estaba cuando notó que un peso caía cerca de sus piernas en la cama. Pensando como en tantas ocasiones, que se trataba de alguna rata que había saltado sobre la cama, hizo un movimiento brusco con la pierna para echarla de la manta.
-¡Fuera bicho!. Todavía no estoy muerto para que vengas de merienda.
Para su sorpresa, el peso no cedió al empujón como veces anteriores, y además, una voz débil, como si viniera de otra estancia más alejada le increpó.
-¿Por qué me echas de mi casa?.
Miguel pensó por unos instantes que aquello que le estaba sucediendo, no era más que producto de un sueño. Que estaba dormido y después se reiría cuando al despertar lo recordara, pero la voz se volvió a escuchar.
-¡Abre los ojos! Quiero que me veas y escuches lo que tengo que decirte. Necesito tu ayuda.
Ante aquellas palabras, Miguel ya no pudo contenerse y abriendo los ojos, observó como una mujer joven y bella, ataviada con una túnica y aureada con un resplandor blanquecino añil, se hallaba sentada a los pies de su camastro.
"Azucena" - Ilustración de "Manuela Pertega" (20 Abril 2.020).
Miguel dio un salto y se plantó en el ángulo opuesto de la celda. El corazón le galopaba dentro del pecho. Las venas le iban a reventar de un momento a otro. Aquello no podía ser cierto, ni le podía estar pasando a él.
-¿Quién eres, por donde has entrado, que estás haciendo aquí?.
-Me llamo Azucena. Soy hija del gran visir. Hace más de seiscientos años que habité este palacio de Torres Bermejas y aquí me enamoré de un joven del Mauror llamado Isaac. Mi padre nunca consintió nuestras relaciones por su condición de judío. La noche que me fugaba con él, una de mis criadas alertó a mi padre que, lleno de ira, me encerró en esta misma celda de por vida. Cuando supe que mi progenitor lo mandó matar, con mi daga me abrí las venas, y aquí entre estos muros exhalé mi último aliento.
Miguel asistía estupefacto a la escena. De un lado estaba aquella hermosa mujer, de bello semblante y mirada gélida, que resplandecía de manera fosforescente en la estancia. De su cuello pendía un colgante cuya alegoría central era una media luna, que brillaba rítmicamente con los relámpagos de la tormenta. De su cintura y en dirección a la cadera, una cadena engarzada de piedras preciosas, dejaba colgando un pequeño alfanje de empuñadura adamasquinada y vaina en cuero repujado.
De otro, aquella voz, que pese a la cercanía de la figura, se antojaba lejana, y de una debilitada firmeza. Miguel quería componer el puzzle que ante él sucedía, pero su mente no se lo permitía. Atemorizado por lo excepcional de la situación expuso.
-Suponiendo que sea verdad lo que me cuentas, ¿Cómo es que estás aquí después de tanto tiempo?, y además, ¿yo que pinto en esta historia?.
-Estoy aquí, porque no puedo descansar eternamente hasta que mis restos no reposen en el cementerio musulmán, orientados debidamente hacia la Meca. Hasta ahora no pude conseguir energía suficiente para hacerme ver y oír, y tu eres quien me puede ayudar, pues mi padre al enterarse que me había quitado la vida, me maldijo para la eternidad, enterrándome aquí mismo, bajo tu camastro. ¡Ayúdame…!.
Miguel asistió impávido a la escena y sin dar crédito a lo que ante él acontecía, vio como aquella mujer se fue difuminando en el aire hasta desaparecer en pocos segundos.
Se tocó la cara y los brazos repetidamente para cerciorarse de que estaba despierto, se acercó al camastro y comprobó con sus manos, como en el sitio donde había estado aquella mujer hablándole, se mantenía la hendidura sobre el colchón de paja.
Mentalmente se le estaba repitiendo la escena y lo expuesto por la llamada Azucena. Nervioso, sacó del petate la petaca del tabaco y el librito de papel "Bambú", vertió sobre su mano un poquito de "Picadura Selecta" y comenzó a liar un cigarro intentando aclarar todo lo que le había pasado.
Con el cigarro entre sus labios, el yesquero en una mano y con la otra friccionando la rueda que horada el pedernal, prendió la mecha, encendió y dio una calada hasta los tuétanos, que hasta iluminó por unos instantes la celda. Se estaba tranquilizando, sin dejar de darle vueltas a todo lo sucedido.
Miguel seguía fumando y pensando. Mediado el cigarrillo, como un autómata apartó el camastro del rincón y lo puso en el centro de la celda. Sacó la cuchara de la marmita y comenzó a rascar en el suelo. Pronto la enmohecida tierra permitió que sus manos apartaran las piedras y ladrillos hasta que la cuchara rozó con algo metálico, en lo que ya era la abertura de un compartimento.
La tímida luz del incipiente amanecer favoreció que Miguel comprobara al extraerlo, que se trataba del mismo alfanje que su misteriosa visitante llevaba prendido a la cintura.
Junto a restos de tejidos que al contacto con la superficie se volatilizaron, Miguel fue sacando uno a uno los huesos, hasta completar en el suelo un esqueleto.
"Miguel" - Ilustración de Manuela Pertega (20 - Abril - 2.020).
Entre los puñados de arena que sacaba, extraía mechones de cabellos de idéntico largo al que lucía la que había dicho llamarse Azucena.
Pero Miguel, incrédulo aún, quería más, la última prueba. Y la obtuvo.
Rebuscando con sus manos en lo que desde hacía cientos de años había sido el lecho de un cuerpo, cuya alma no descansaba todavía, halló la respuesta.
Entre sus dedos sentía ahora un tacto especial. Enmarañada con tierra, polvo, restos de vestimentas y pequeñas piedras, traía la respuesta a sus dudas, la prueba definitiva.
Era una cadena de oro ennegrecida por los años. En el centro enlazaba una media luna. La misma que lucía en su cuello Azucena durante su visita de hacía tan sólo unas horas.
Fotografía de las Torres Bermejas desde la Torre de la Vela de la Alhambra.
Nadie de la guardia inspeccionó el petate de Miguel cuando, cumplido su arresto, abandonó la prisión militar de Torres Bermejas. A fin de cuentas ¿qué podía llevarse un preso de su celda que no fueran ratas o cucarachas?.
El caballero legionario encaminó sus pasos hacia el cementerio musulmán, por encima del cristiano, en la carretera que lleva al Llano de la Perdiz.
Junto a unos olivos aguardó la caída de la noche, y con sus propias manos, cavó una fosa cuyo lecho empedró para que se mantuviera firme durante largos años.
Cuando la hubo terminado, como si de un ritual litúrgico se tratara, Miguel fue sacando de su petate, uno a uno, todos los huesos de aquella mujer,que siglos antes había decidido quitarse la vida, al no poder compartirla con el hombre al que amaba.
Azucena se iba recomponiendo en campo santo musulmán, y su cuerpo estaba siendo orientado en dirección a la Meca. La luna, acompañaba con su luz, el trabajo primoroso de Miguel.
Una luna que cuando terminaba de asentar la tierra sobre los restos de Azucena, dejaba paso a unos rayos rojos y violetas que anunciaban el próximo canto del gallo.
Miguel se sacudió las manos, sacó su gorro de barco de la hombrera, se lo ajustó de forma que ligeramente ladeado su borlo amarillo rozara la nariz, se echó el petate al hombro y se dispuso a salir del recinto sagrado musulmán.
Algo, sin saber de donde, había caído a sus pies.
Miguel se detuvo y agachó para recogerlo, se trataba de una flor, una flor blanca de intenso aroma, era sin duda, una Azucena…
Cuando Miguel se la llevó a la boca para besarla, escuchó una voz que le decía al oído.
-Gracias…
Miguel se volvió buscando el rostro de Azucena, pero sólo vio la tumba que él mismo le había cavado, y un horizonte por encima de las tapias del cementerio, que cada vez más azul, pregonaba un nuevo día… "
Manuel Gómez-Moreno González: La Alcazaba y Torres Bermejas (1885)
Éste relato es obra del periodista y crítico musical albaicinero, Tito Ortiz (Juan Antonio Ortiz López) - "A media noche" (1.997).