Hoy, durante la jornada final de nuestra VII SENDA AZUL DEL CABO DE GATA, Luís Díaz, Aurelio Moreno y yo, hemos acompañado en su primera, muy emotiva, imprevista y no programada, visita a las instalaciones del centenario Faro de Mesa Roldán, a nuestros amigos, Miguel Jesús Gordo y Juan Luis Sáez.
Desde que, junto a la Torre Atalaya (antiguamente artillada), he podido contactar por teléfono con el Técnico de Señales Marítimas, Mario Sanz Cruz (Madrid, 1.960), el último Farero de Mesa Roldán, he visto la ilusión, asombrosa, sincera e infantil, reflejada en sus caras…
… Ilusión que he visto acrecentarse, de forma exponencial, conforme descendíamos la suave cuesta que nos lleva hacia la cerca perimetral y la puerta de acceso al Faro de Mesa Roldán…
… la perrita Pipa, fiel y canina acompañante de nuestro Farero, ha llegado, rápida y veloz, a ofrecernos jugar con su pelota de goma amarilla… que nos envía, a modo de simpático y singular reto: intentar sobrepasar su posición… cosa harto difícil… pues ella ya está, en esas labores de su peculiar y singular juego, muy experimentada…
… Mario, que espera a la puerta de su Faro, nos saluda muy amigablemente y nos invita a pasar a su interior, para visitar las habitaciones que tiene acondicionadas y que acogen su personal, único, muy especial y recomendable Museo de los Faros…
Mario Sanz Cruz
… acceder de una abigarrada, colorida e iluminada estancia, plena de preciosos objetos, atesorados con el cariño de una afición de decenas de años, a la siguiente… es ir, de una sorpresa, a otra mayor…
… y el culmen de la visita, ha sido la subida por las sinuosas escaleras de caracol, de obra y metálicas, que nos han llevado hasta la zona más importante e impactante del Faro, la linterna, el lugar donde se encuentra el moderno equipo óptico que, cada noche, ejecuta la sempiterna tarea de dar su señera luz a los navegantes de ésta zona del Mar de Alborán…
… Ignoro el número de fotos y vídeos, que tanto Miguel Jesús, como Juan Luís, han ido tomando durante ésta iniciática visita… pero, seguro que me encantarán…
Miguel Jesús y Juan Luís en la Cala de San Pedro
… cómo siempre, Mario, muchas gracias por toda tu atención y desinteresado servicio… en cuanto llegue a casa, disfrutaré, como un gozoso niño, de las 264 páginas de tu libro de 19 relatos: “FAROS SOBRE UN MAR DE TINTA”, bellamente ilustrado por Itziar Hernando Urcullu (Madrid, 1.976)…
Juan Luís, Miguel Jesús, Mario y yo
Ensoñación
Unos días después…
Los sueños, por su naturaleza intrínseca, son aleatorios y poco (o nada) controlables
Ésta noche, mientras dormía (“Los sueños son el cine que vemos mientras dormimos”) me ha venido a la mente la sensación audiovisual de una pieza del Museo de Mario que aún no existe, y sólo conservo en mi fugaz memoria onírica:
La parte sonora, entremezcla el milenario sonido de las olas rompiendo sobre los acantilados de la Punta de los Muertos y la Punta de la Media Naranja, con el centenario y circular rodar nocturno de los engranajes del equipo óptico del Faro de Mesa Roldán…
… mientras que la parte visual de mi ensoñación, es como un puzzle virtual, que conforme lo amplías, va cambiando (con total y exacta nitidez) la imagen que, como el fogonazo, puntual y certero, del Faro, ilumina mi mente…
… Veo, sobre el pretil metálico de la zona superior del Faro, a Mario y a su compañera y esposa, Amalia López Fernández…
… Mario saca brillo con una suave gamuza a las lentes de la óptica de Faro, mientras Amalia disfruta, placenteramente, de la agradable brisa marina…
… en el cristalino reflejo de la lente… veo una imagen muy antigua… de la primera foto del centenario Faro (de tercer orden) de Mesa Roldán… el día de su entrada oficial en servicio, el 31 de Diciembre de 1.863… y veo la silueta, un tanto borrosa, por un revelado deficiente, del torrero primero Eustasio Page Veguillas, su esposa Catalina y sus tres hijos (Andrés, Paloma y Almudena), y del torrero tercero Francisco Manresa y Adrover, su esposa Juana María y su hija Clara…
… lapso temporal… que me lleva a una habitación que conozco, es una cocina… me acerco al frigorífico y veo un papelito pegado con un imán… tiene unas notas escritas… lo leo… parece un listado de “prioridades”... y, en ellas… no aparece mi nombre…
… me “duele”... porque la nota es de una persona a la que (al menos yo) estimo mucho… pero, cuando el “interés” no es correspondido… es tontería “empecinarse”... te deseo “todo lo mejor y que te vaya muy bien”...
… “molesto”... cambio de posición en la cama… y, mi sueño, me lleva de nuevo a Mesa Roldán… escucho la voz de Mario… que lee el relato “Plumas”, de su libro “Faros sobre un mar de tinta”: “Un filósofo del pueblo llano, sin título ni trascendencia, siempre decía: “Hay gente que busca la verdad, gente que busca una quimera y gente que no sabe lo que busca y encuentra lo que menos se espera”. Cuánta razón tenía.
Desde la Mesa de Roldán hay una increíble panorámica del mar de Almería. La vista se pierde entre tanta agua y los acantilados que llaman al vacío. El Faro domina un paisaje sin otra construcción habitable. La punta de los Muertos, al Norte; el Playazo y la punta de la Polacra, al Sur. Un tramo de costa casi virgen, calcinado en partes y tapizado de pequeñas matas en otras, pero siempre abrupto y volcánico. Una costa que parece inerte pero que alberga mucha vida.
El viento suave de Levante agita las hojas de algunos palmitos y muchos espartos. A media ladera entre las mesetas altas y baja, donde se mezclan las gaviotas con los cernícalos, un hombre evoluciona entre las rocas, trepa y salta, cargado de cámaras de fotos, anteojos, cuadernos y mochilas.
El fotógrafo de Naturaleza, esquiva las zonas de nidificación de las gaviotas y se sitúa en una pequeña plataforma, desde donde se dominan las cumbres de los acantilados. Con los anteojos va escrutando, con paciencia, cada una de las rocas más elevadas. Al fín, en una punta quebrada por el tiempo, aparece una sombra y tras ella el cuerpo oscuro y compacto de un roquero solitario. El pájaro mira a un lado y a otro, da varios saltitos nerviosos, pasa de una roca a otra y se lanza sobre un insecto, mientras el fotógrafo dispara su cámara con rapidez, a través del grueso cañón de su zoom. Por suerte ha conseguido algunas buenas instantáneas del tímido roquero que, percatado de la presencia del indeseado vecino, no vuelve a aparecer.
El fotógrafo, harto de esperar, un poco cocido por el sol y después de que las gaviotas le tomen como un visitante incómodo y empiecen a sobrevolarle amenazadoramente, inicia el descenso hacia la meseta más baja, con un ojo en el cielo y otro en las piedras sueltas.
Entre los grisáceos trozos de basalto, el ojo que mira al suelo se fija en una mancha marrón que se mueve. Al acercarse, el fotógrafo ve una pluma bastante grande. Saca su cámara y la fotografía, inmortalizando el hallazgo y su entorno.
Tomada en la mano, la gran pluma es suave y vaporosa, de punta redondeada. El fotógrafo guarda la pluma entre las páginas de su cuaderno y continúa el descenso.
Ya en la meseta baja, en una zona más llana pero igual de pedregosa, sus ojos se fijan en otras plumas del mismo tipo, de diferentes tamaños. Las recoge con cuidado y van a parar a su cuaderno, haciendo compañía a la primera. Las plumas que hoy va encontrando son muy diferentes de las plumas que acostumbra a encontrar en esta zona, la mayoría más pequeñas y compactas. Estas plumas marrones no se parecen a ninguna de las que vienen descritas en los cuadernos de campo, donde se registran las aves que habitan o pasan por el Parque Natural. Él, a pesar de que ya va teniendo experiencia, a fuerza de hacer fotos y de pasas horas de observación, no es un especialista en aves, pero, picado por su curiosidad, decide acudir a una amiga bióloga que vive en Las Negras.
No vas a creer lo que he encontrado en Mesa Roldán -comenta el fotógrafo mientras echa mano a su cuaderno.
Te advierto que tengo mucho trabajo y no estoy para bromas -responde la bióloga.
Esto es algo especial.
El fotógrafo entrega las plumas a la bióloga, que enseguida se interesa en el tema y las analiza en profundidad.
A simple vista puede ver que el cálamo blanquecino se convierte en un raquis marrón, y que las barbas están separadas, lo que contrasta con lo visto por ella en esta zona. Además, el tamaño tampoco se ajusta a las aves catalogadas por aquí. Las observa con la lupa y con el microscopio. Después coteja las características con sus libros y con varias páginas de Internet, dando como resultado que pertenecen a un ave que no puede volar, a un ave corredora de tamaño medio, algo parecido a un emú australiano o a un ñandú sudamericano. Pero eso no tiene mucho sentido. Aquí nunca ha habido aves corredoras. Pero las plumas son casi como la huella digital, no engañan. Éstas no pueden pertenecer a un buitre, que es lo más grande que se ha visto en Europa; y, en ésta zona, lo más parecido a las aves corredoras son las perdices y las gallinas.
Los dos, cada vez más intrigados, deciden acudir a un amigo común, que es uno de los guardas del Parque, para ver si tiene conocimiento de que se haya introducido o catalogado algún ave que pueda responder a las características que apuntan las plumas.
Tras un pequeño viaje en coche, se presentan en Rodalquilar, en las oficinas del Parque, ante su amigo el guarda.
Estamos muy intrigados con unas plumas que han aparecido en la parte baja de Mesa Roldán, y queríamos tu opinión -comenta la bióloga.
A ver esa maravilla.
El fotógrafo saca una de las plumas de su cuaderno y se la tiende al guarda. Éste la mira con atención, la pone al trasluz y la toca suavemente.
¿Has visto algún ave que pueda ser la dueña de esa pluma? -pregunta la bióloga.
No he visto nada parecido, ni tengo puñetera idea de donde puede haber salido.
Yo creo que es de un ave corredora de tamaño mediano -dice la bióloga.
Aquí no hay aves de ese estilo.
¿Y no puede ser alguna especie que hasta ahora no se ha descubierto? -pregunta el fotógrafo ilusionado.
Más bien puede ser que algún capullo se haya traído una mascota exótica de algún viaje y, cuando ha crecido más de la cuenta, la haya soltado por ahí -responde el guarda con rotundidad.
Bueno, no seas tan categórico. Ya sabes que se han encontrado especies nuevas en sitios insospechados -dice la bióloga.
Sí, insectos y pequeñas plantas, pero no pájaros de cincuenta kilos.
Pues tú dirás de dónde ha salido ésto.
No sé, pero como descubra algún pajarraco suelto por el Parque, que pueda poner en peligro el delicado equilibrio de nuestro ecosistema, no me va a quedar más remedio que meterle cuatro tiros -concluye el guarda.
No seas bruto -dice la bióloga-, con esos planteamientos serías capaz de cargarte un endemismo sin darle una oportunidad.
Eso. No será preferible ser famoso por descubrir una especie nueva que por cepillarse -dice el fotógrafo.
Me váis a volver loco. ¿Qué pretendéis hacer?.
No sé -responde la bióloga-, tal vez montarnos una batida por la zona para intentar localizar a la dueña de estas plumas y salir de dudas. Pero sin armas de fuego.
Está bien, iré con vosotros, aunque acabemos haciendo el ridículo.
Al día siguiente, los tres amigos, pertrechados de material de observación y cámaras de fotos, acuden a la zona baja de Mesa Roldán, donde el fotógrafo había hecho su hallazgo.
Después de tres horas de búsqueda pisando piedras, tomillos y cagaderos de gaviota, los expedicionarios han encontrado un buen puñado de plumas marrones de diferentes tamaños, similares a las anteriores; pero ningún otro rastro. Ninguna huella de ave pesada, ningún nido extraño, ni ninguna materia fecal desconocida que pudiese dar nuevas pistas.
Esto es muy raro -dice el guarda-, hay plumas pero no hay huellas, ni cagadas, ni nada.
Hombre, ésta zona es de suelo seco y muy duro, no es fácil que se marque una huella aunque fuese de un dinosaurio -replica la bióloga.
Pero las plumas son indicios -dice el fotógrafo defendiendo su teoría.
Si, también hay plumas de gaviota que son indicios, y si miras al lado ves cagadas de gaviotas, nidos de gaviota y, un poco más allá, un montón de gaviotas; y, según vosotros, son bastante más pequeñas que vuestro misterioso mostrenco emplumado.
Es verdad, debemos buscar otro tipo de pistas -dice la bióloga.
Ya te digo, un ave como esa tiene que soltar unos mojones bastante considerables -sentencia el guarda.
El trío se amplía aún más en la búsqueda, pero el esfuerzo sigue sin dar frutos. Pasadas dos horas y cansados de buscar en la parte baja, deciden subir a la cima, para continuar su improductivo safari científico.
En lo alto de la meseta, batida por el viento de Levante que sopla con cierta fuerza, a pesar de que ponen toda su atención en el rastreo, no logran encontrar pluma alguna, ni otro rastro que pueda arrojar luz sobre el asunto.
La meseta tiene bastante extensión y no es fácil abarcarlo todo. Buscan cerca de las antenas de los repetidores, en casi toda la antigua cantera y a los piés de la torre vigía de la Mesa. Desde allí hay una buena vista del faro y los acantilados que lo rodean. A todos se les va la vista al paisaje.
Mirad, el farero está en la linterna -dice el fotógrafo-. Podemos ir a preguntarle. Quizá haya visto algo.
Bueno, no se pierde nada por preguntar -dice el guarda.
Es el único edificio habitado de toda esta zona. Si hay algo por aquí, la gente que vive en el faro tiene que haberlo visto -añade la bióloga.
El pequeño grupo baja por la vieja carretera, llena de baches enormes, hasta la valla que rodea el recinto del faro. Tras la puerta metálica, tres perros han acudido a recibirles. Al oir los ladridos, una mujer se acerca a la entrada.
Hola. ¿Necesitáis algo?-pregunta la mujer.
Hola. Sí, queremos hacerte una pregunta -dice la bióloga.
Muy bien, ¿Qué pasa?.
¿No habrás visto por aquí un ave grande, que no puede volar?.
Si os sirve un búho que tuvimos que desenganchar de los alambres de espino, allí en la valla de la cantera. No podía volar y avisamos al CREA, que vino a llevárselo.
No. Buscamos más bien un ave corredora, algo así como una perdiz pero de cuarenta o cincuenta kilos -continùa la bióloga.
Yo no he visto nada de eso, pero menudo estofado podría hacerse con una perdiz de cincuenta kilos-dice la mujer riendo.
Ya os decía yo que ésto era una locura -comenta el guarda por lo bajo.
Mi marido está limpiando en la linterna, podéis preguntarle a él, por si las moscas de kilo y medio. Voy a llamarle.
La mujer se aleja, camino del edificio, con una amplia sonrisa en la cara. Haciendo señas al farero, que sigue en la linterna afanado en sus limpiezas, para que baje.
El hombre deja el plumero con el que estaba quitando el polvo de la óptica, cierra la puerta que da al balconcillo exterior y baja por la escalera de caracol de la torre.
Una vez en la calle, su mujer le pone en antecedentes y ambos se acercan a la valla.
Buenos días. ¿Qué es eso de las perdices de cincuenta kilos? -dice el farero que ya trae la sonrisa puesta.
Hola. No es eso, sólo es una forma de hablar. Estamos preguntando si han visto algún ave rara, algo que no se vea aquí con frecuencia. Un ave corredora grande o algo así -dice la bióloga.
La verdad es que no. Aquí corredoras sólo hay perdices y totovías. Aves grandes tampoco hay muchas, como no sean cuervos o alguna aguililla -dice el farero.
Igual algún pollo que haya sufrido una mutación por la radioactividad de Palomares -comenta la mujer con sorna.
Muchas Gracias -dice la bióloga, algo molesta.
De nada -responde el farero sin poder contener la risa.
Vámonos de una vez -dice el guarda con la cabeza baja.
Ladran los perros… y me despierto… cojo el libro de Mario de mi mesita de noche y sigo leyendo, por donde se ha interrumpido mi sueño:
“Los tres expedicionarios frustrados se alejan del faro, camino del coche, mientras discuten si deben seguir la búsqueda o abandonar de una vez.
El farero y su mujer vuelven al edificio del faro, comentando la extraña visita.
La gente está fatal de la cabeza. No sé de dónde se habrán sacado que aquí hay aves de ese tamaño -dice la mujer.
No sé, pero uno es guarda del Parque -comenta el farero.
Así nos vá.
Bueno, yo voy a seguir limpiando el faro. Por cierto, voy a coger una gamuza para limpiar el polvo, porque al plumero se le han caído casi todas las plumas. Vaya mierda de plumeros que han mandado éste año. Seguro que los fabrican en China.
Colofón
Mario finaliza su relato con el primer párrafo de la greguería titulada “Los plumeros”, obra del escritor y periodista madrileño Ramón Gómez de la Serna (1.888 - 1.963), publicada en su libro “Lo cursi y otros ensayos”(1.943), que dice así:
“Nadie se acuerda de que los plumeros fueron pájaros…”.
Y yo voy a terminar éste articulito para la Sección “La Senda Azul (de Cabo de Gata)”, con otra greguería de Gomez de la Serna, titulada “El sueño”: “Como el conejo se mete en la conejera, se mete uno en sí mismo durante el sueño… Es larga esa madriguera en que entramos, y tiene una entrada por nuestro rostro, y la otra, la salida, en lo remoto, en otro clima, en otra tierra, en otra ciudad, en otra casa, bajo otra luz, quizás en otro rostro”.